El niño y el caracol
Soy un caracol. Lo que voy a contarles ahora es algo que me ocurrió hace varios años y que cambió mi forma de entender mi vida y la de mi entorno para siempre.
Estaba cansado de tener que arrastrarme por una sonrisa, de tener que suplicar porque un señor no me pisara y de tramar estrategias para recorrer unos breves pasos sin jugarme la vida.
Un día en el que me encontraba especialmente pesaroso de ser un caracol me encontré con un duende que me ofreció un vale que consistía en convertirme en cualquier otro animal por un día. Me habría gustado ser ave, para volar el firmamento, o ser un caballo, para atravesar largas distancias en un santiamén; sin embargo, esas especies no me atraían lo suficiente: podía comprender qué era lo que las movía a comportarse de una forma u otra. Pero quién entiende a los humanos, me pregunté. Esto me convenció para inclinarme por esta metamorfosis; porque supe que la mejor forma de entenderlos era ponerme en su pellejo. Lo que vi no me gustó nada.
Un niño jugaba con un palo a perseguir a una ranita que tenía una de sus patitas enredada en un trozo de hilo que le impedía soltarse. La pobre gritaba y se movía en redondo intentando escapar de los pasos aplastantes y la risa macabra que no se apagaba. Me acerqué a él.
—¿Qué haces?
—¡Mira qué divertida cómo chilla!
Le quité el palo y lo miré lleno de furia.
—¿Por qué lo haces?
—No sé, es divertido… ¿No?
—¿Te gustaría que viniera alguien más grande que tú y comenzara a perseguirte a los gritos con un palo?
El niño se quedó mudo y después de un silencio me dijo que lo dejara en paz, y se marchó. Ayudé a la ranita a desenredarse y decidí seguirlo. Lo vi tras el vidrio de una ventana: un hombre que tenía dos veces su altura le gritaba mientras lo perseguía por toda la habitación con la mano levantada. Me dio pena, pero no justifiqué su actitud. Más tarde lo observé en la escuela. Era un niño muy estudioso, con ganas de saber cosas, pero todos sus compañeros se reían de él y en el recreo le gastaban bromas pesadas que él tenía que tolerar sin chistar, para parecer un hombre. También me dio pena, pero menos comprendí su actitud.
Lo esperé a la salida y le dije:
—Ya conozco tu secreto.
—¿De qué hablas?
—Nadie te respeta y por eso molestas a los más débiles, pero ¿no sabías que hay una forma mejor de vengarte, o de sentirte menos solo?— Me miraba con los ojos muy grandes, como si le estuviera descubriendo un mundo y una realidad misteriosa. —Tendrás un grupo de amigos invaluable y podrás sentirte realmente en un grupo, y en una familia— concluí.
Se hacía tarde, debía volver junto al duende: el día como humano tocaba a su fin. Al despedirnos, descubrí que el pequeño había cambiado rotundamente. Unos ojos brillantes y una sonrisa límpida iluminaban su rostro y decenas de bichejos le trepaban por las piernas.
Ser humano no fue nada divertido, lo reconozco: los abusos de poder, la mala distribución de los bienes, las insolencias y las vidas terribles que viven los más débiles me dejaron desolado. ¡La vida de caracol es mejor, definitivamente! Solo nos preocupamos de cuidar a nuestros seres queridos y nuestra vida tiene un sentido claro: cosa que no ocurre con los humanos. Pero por suerte, de vez en cuando, nace un niño que por una determinada circunstancia descubre que la verdadera fuerza surge del respeto, y entonces una llamita de esperanza ilumina la tierra. A lo mejor es por eso que todavía no se ha extinguido esta especie tan ruin y devastadora.
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