Canción por Tíbet
Ngawang Choephel fue condenado por intentar grabar música popular de su país
China lleva seis décadas intentando hacer desaparecer las tradiciones tibetanas
"Llegaron en los 50, eran unos extraterrestres y nos están lavando el cerebro"
Ngawang Choephel nació en 1968 en el Tíbet. Con tan sólo dos años su familia se vio obligada a escapar a la India. Si algo le caracteriza es un silencio prácticamente infranqueable. Y tras él, una modestia en el trato que sólo puede ser fruto de la timidez más increíble o de las consecuencias de un largo periodo de internamiento en cárceles chinas. Lleva tiempo conseguir su confianza. El tiempo que se toma antes de comenzar a responder cada pregunta, el tono de voz – extremadamente bajo – o la lentitud con la que habla denotan la profunda reflexión – si bien nunca contaminada de inseguridad – que precede a cada una de sus palabras.
Ngawang creció como refugiado, escuchando canciones tibetanas y viendo danzar a los ancianos que le educaban como tibetano en la India. Con 25 años consiguió una beca Fullbright para estudiar etnografía y música en los Estados Unidos. Como paso previo a su objetivo real. Siempre quiso volver al Tíbet, cautivado por aquella música milenaria de su infancia y preocupado por la posibilidad de su desaparición.
En 1995, armado de una libreta, una grabadora y una cámara de video, Ngawang viajó finalmente de regreso a Tíbet con el único objetivo de grabar música tibetana para codificarla y tratar de evitar que el fallecimiento de los ancianos se llevase sus acordes a la tumba para siempre. Fue detenido. Gran parte de su material, confiscado. Condenado a 18 años de cárcel y acusado de espionaje, podría haberse podrido en un penal Chino si su madre no hubiera decidido permanecer durante casi tres años protestando ante la Embajada China en la India. Su ejemplo llegaría a oídos de las organizaciones de Derechos Humanos y finalmente la presión ejercida por Amnistía Internacional consiguió que, tras siete años en las poco confortables prisiones comunistas, Ngawang fuese puesto en libertad en 2002.
PREGUNTA: Decide viajar desde Estados Unidos al Tíbet ¿con qué intención?
NGWANG CHOEPHEL: No era consciente de la situación real que se vive en el Tíbet. Sólo sabía lo que había leído en los libros y en los relatos de mi madre y de los ancianos del campo del refugiados. Como refugiado uno aprende a no pertenecer a ningún lugar. Contra eso decidí emprender un doble viaje. Por un lado, científico, con el objetivo de contribuir a recuperar la música de mi pueblo, ya que en la universidad en la que estudiaba no había archivos de música tibetana pero sí cientos de ejemplos de música china y por otro de comprender mi identidad y conocer el lugar de donde venían los ancianos que me educaron. Tenía dos años cuando abandoné Tíbet. Necesitaba regresar.
P: ¿Por qué hablar del Tíbet a través de la música y no directamente desde la política?
N.G.: La música es parte de la identidad cultural de un pueblo. Quizás mucho más que su ideología política. Se trata de un mensaje universal y compartido. La música, al mismo tiempo, se convierte en política y se suma al activismo ya que puede ser utilizada para intervenir sobre la realidad, agrupar a las personas y transmitir mensajes de manera colectiva, incidir en su mentalidad, impactando sobre individuos que se fusionan y se convierten en grupo ante la música. Es muy fácil de entender.
Ngawang muestra en diferentes momentos de su documental Tibet in song la imagen más cruda de la colonización cultural china sobre el Tïbet. Un ejemplo. Mañana de mercado en Lhasa. Horas y horas de altavoces que atruenan las calles con himnos del Partido Comunista. Karaokes en los que se cantan himnos del Partido Comunista. Compañías de música chinas que giran por los pueblos disfrazados de tibetanos, modificando antiguas melodías locales y con letras en chino mandarín que elogian la modernización desarrollada por el Partido Comunista ante el estupor de los ancianos, a los que la policía prohibe cantar y bailar en público en su propio idioma.
P: ¿Cómo describiría la realidad con la que se encontró?
N.G.: El gobierno chino no diferencia entre política, religión o música. Cualquier manifestación de la cultura tibetana es reprimida. Pero inmediatamente entendí que, pese a todo, los chinos aún no han logrado destruir totalmente la identidad y la cultura tibetanas. Especialmente en las áreas nómadas, aunque es cierto que quizás las ciudades estén prácticamente perdidas. Todavía no lo han logrado, pero puede quedar poco tiempo. No han logrado cambiar el alma de las personas, aunque hayan ocupado la tierra. En Tíbet continúan cantando la canción para ordeñar a una vaca, la canción para beber y la canción para hacer la mantequilla. Los tibetanos cantan desde que se levantan hasta que se acuestan. Tres tibetanos se juntan y comienzan a cantar y a bailar. Si la policía les ve, inmediatamente les dispersa. Cuando no les detiene.
No han logrado cambiar el alma de las personas, aunque hayan ocupado la tierra
P: ¿Es posible salvar la cultura tibetana o es ya demasiado tarde?
N.G.: En España, por ejemplo, sabéis lo que había y lo que se ha perdido. Al menos tenéis archivos de vuestra herencia cultural. El problema es que a nosotros nos faltan esos archivos, que sólo son transmitidos de persona a persona. Es probable que en una sola generación nuestra cultura desaparezca. En el marco de la globalización cultural estamos asistiendo a una homogeneización progresiva de las manifestaciones culturales. En el caso chino, se suma una destrucción estratégica, científica y cuidadosamente planeada de nuestra identidad, de todo lo que suene a tibetano, desde la religión hasta la comida o la pintura y por supuesto la música y la danza. La ideología comunista china, pretendidamente positivista y objetiva, ha etiquetado la cultura tibetana como caduca y conservadora, religiosa y feudal, condenándola a la desaparición. Cuando China nos invadió en 1950 la modernidad era como un extraterrestre para los tibetanos y ese extraterrestre llegó con un lavado de cerebro. Cuando vieron que la propaganda no era suficiente, pasaron directamente al uso de la fuerza y últimamente han descubierto que la economía es incluso más fuerte que la propaganda política y la fuerza. Si no somos capaces de detener esta tendencia, tras nuestra generación la cultura tibetana podría desaparecer.
P: Se acusa a los tibetanos de resistirse a la modernización que China ha llevado al Tíbet en forma de universidades, trenes, escuelas…
N.G: El discurso de la modernización que se nos aplica tanto a tibetanos como a uigures es totalmente equivocado. Ese sistema va a quebrar ya que se basa exclusivamente en tecnología y capitalismo. La música y la cultura son mucho más humanos que el crecimiento económico y el desarrollo material sin límites, que terminan por uniformarnos para que compremos y produzcamos objetos de consumo inmediato, incluida la música moderna. Si no defendemos nuestras tradiciones como pueblos, dejaremos de existir. No podemos ser otra cosa que lo que hemos sido durante miles y miles de años. El modelo de progreso chino simplemente, nos destruye para transformarnos en otras personas, que sirvan a sus intereses políticos y económicos.
P: Entonces, según su punto de vista ¿medio siglo de colonización no ha llevado ningún avance al Tíbet?
N.G.: El Tíbet moderno es conveniente para la vida diaria. Es más fácil ir a una escuela, es más fácil tener cosas materiales. Pero se pierde el idioma tibetano para sustituirlo por el chino mandarín y se pierde el nomadismo, por ejemplo, para vivir hacinados en cajones de cemento. No puede definirse avance material como modernización y mucho menos como progreso. Ya que no necesariamente significa una mejora en la calidad de vida del ser humano. Las hambrunas en el Tíbet, como en la Rusia estalinista, fueron provocadas por los cambios de modelo productivo impuestas por los comunistas y no porque fuéramos un territorio pobre. Poseer un bien no tiene porque significar ser más feliz. La posibilidad de ver a un médico a cambio de dejar de ser tibetano no es modernizar el Tíbet, es destruirlo.
China ha descubierto que la economía es incluso más fuerte que la propaganda política y la fuerza
P. ¿Cual es tu punto de vista respecto a la vinculación entre religión y política?, ¿No crees que se puede acusar al Dalai Lama de defender un sistema teocrático de sociedad?
N.G.: No hay nada malo en ser religioso. Muchos pueblos del mundo viven su religión con libertad y no se utiliza la religiosidad para humillarlos ni despreciarlos como se hace con los tibetanos. El budismo no es sólo una religión, es un sistema cultural complejo y completo que nadie nos ha impuesto desde el exterior, que ha nacido de nosotros mismos. Religión y cultura en nuestro caso son indisociables. Con la consecuencia, por ejemplo, de ser una de las naciones más pacíficas de este mundo violento en el que vivimos. Nosotros no humillamos ni reprimimos ni exportamos por la fuerza nuestro modelo a nadie. La nuestra es una religión basada en la no-violencia más sofisticada.
P. ¿Es la causa tibetana una causa perdida?
N.G.: Necesitamos generar un movimiento nuevo. Nos hemos estancado, no tenemos ningún plan alternativo. Tenemos al Dalai Lama como líder único y lamentablemente es un anciano. Si él falta, no hay alternativa. Los últimos 50 años de nuestra causa no han generado el más mínimo avance real. Es hora, por tanto, de cambiar de estrategia. En nuestro caso será muy difícil para China justificar una represión como la aplicada contra los uigures. Necesitamos que la protesta despierte de nuevo a través de nuestro ejercicio de la noviolencia y que sea firme, continuada y diaria para que cuando sea inevitable el cambio de liderazgo, éste no dependa de una sola persona. En tibetano lo llamamos “qunlum”, “la fuente de la que nace el movimiento y aquello con lo que se sostiene”. Existe la fuente para el movimiento, nos falta como sostenerlo. La situación es crítica y la represión es brutal. No puedes limitarte a gritar “Libertad para el Tíbet” sino estás dispuesto a convertirlo en acción política organizada.
Tíbet, seis décadas de ocupación china
Tíbet se extiende sobre un territorio de superficie equivalente a las de Alemania, Francia y España juntas. China lo invadió en 1949. En una década, seis mil monasterios budistas fueron destruidos y 1.200.000 tibetanos (sobre una población total de seis millones) fueron asesinados. La tradición y la cultura tibetana fueron -y son- perseguidas por el gobierno chino. Más de cien mil tibetanos siguieron en 1959 al Dalai Lama a su exilio. En la actualidad son 130.000 los que viven como refugiados en Dharamsala, al norte de la India.
Después de medio siglo de colonización de un territorio en el que no vivían chinos en 1959, los ocho millones de colonos desplazados a la región por el régimen de Pekín constituyen hoy en día la mayoría de la población, frente a los seis millones de tibetanos originarios. La imposición del idioma, la discriminación laboral y educativa, las violaciones constantes de los derechos humanos o la destrucción medioambiental, con el establecimiento de vertederos nucleares dentro del territorio muestran -en el Tíbet- características comunes con la situación del pueblo Uigur a la que ya hemos hecho referencia en periodismohumano.
China trata de asimilar política y culturalmente a las minorías que viven bajo su control a través de políticas que las organizaciones de derechos humanos condenan continuamente. Ambas nacionalidades, Uigur y Tibetana han sido definidas como “Regiones Autónomas” dentro de China, representando en su conjunto más de una cuarta parte del territorio controlado por el Partido Comunista. No obstante, destacados representantes de ambos grupos rechazan este modelo de integración en el Estado, al mismo tiempo que las califican de ”acuerdos sobre el papel más pensados para aliviar la presión exterior que para garantizar la supervivencia de ambas identidades”. Ni Rebiya Kader, líder del Congreso Mundial Uigur, ni Ngawang Choepel, músico tibetano se muerden la lengua al utilizar la expresión “genocidio cultural” para definir la política china en sus regiones de origen.
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