Tic, tac. La bomba de relojería del Tíbet se ha reactivado, y no parece que el régimen de Pekín tenga la clave para evitar el estallido. Porque la tensión que ha provocado el goteo de monjes budistas tibetanos inmolándose a lo bonzo -ya van por lo menos 17- en la remota región de Ganzi, situada en la provincia de Sichuan, fronteriza con la del 'techo del mundo', se ha traducido esta semana en tres muertes. Dos de ellas, en enfrentamientos armados ocurridos el lunes y miércoles pasados, y que dejaron también decenas de heridos -varios muy graves- cuando fuerzas paramilitares abrieron fuego contra manifestantes en dos jornadas de violencia que ahora amenazan con extenderse en el tiempo y en el espacio. Y la tercera víctima se registro el pasado sábado, al disparar la Policía contra unos manifestantes.
«Por salvajes actos como estos, y debido a la sistemática represión que sufren, el resentimiento de los tibetanos hacia el gobierno chino no ha hecho sino crecer desde el levantamiento masivo de 2008», aseguró el miércoles el líder político del gobierno tibetano en el exilio, Lobsang Sangay. Y, sin duda, en los altercados que aquel año se contabilizó una veintena de muertos en las calles de Lhasa, la capital de Tíbet, están muy presentes en la memoria de ambos bandos.
«Pekín asegura que está creando un paraíso socialista en Tíbet, pero la realidad es que niega los derechos humanos básicos a los tibetanos mientras que el frágil ecosistema se destruye y tanto la lengua como la cultura tibetanas se diluyen», añadió Lobsang, quien tomó el año pasado el control político de manos del Dalai Lama. Este último, como líder espiritual, ya ha celebrado varias vigilias en nombre de los monjes del monasterio de Kirti que han decidido prenderse fuego.
Diferentes grupos de activistas tibetanos en el exilio aseguran que los religiosos siguen en el punto de mira, y que al menos cien manifestantes han sido detenidos la pasada semana. «No conseguirán estabilidad en el Tíbet a través de la violencia y sin dar respuesta a los problemas de sus habitantes», zanjó Lobsang.
Pero Pekín niega la mayor. Aunque finalmente las autoridades comunistas han reconocido los hechos, tachan lo ocurrido de simple delincuencia organizada. «Una muchedumbre armada con cuchillos y piedras atacó una comisaría de policía. Destrozaron dos vehículos, y dañaron establecimientos comerciales y el cajero de un banco cercano», relató la agencia de noticias oficial Xinhua. Según este medio, los agentes utilizaron la fuerza en defensa propia. Por su parte, el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, Hong Lei, cargó contra «fuerzas secesionistas extranjeras que están detrás de los altercados». Pero Free Tibet asegura que se trataba de una manifestación pacífica contra la que la Policía cargó con brutalidad.
La organización pro derechos humanos Human Rights Watch (HRW) da por buena esta información, y su directora en China, Sophie Richardson, pide que «en el actual clima de tensión, las fuerzas de seguridad chinas se abstengan de utilizar una fuerza desproporcionada». Según HRW, los manifestantes exigen el fin de la represión y el regreso del Dalai Lama y han decidido no celebrar el año nuevo chino en otra forma de protesta.
Acceso vetado
No obstante, es imposible verificar ninguno de los hechos porque el Ejecutivo chino impide el acceso de periodistas extranjeros a la zona, que algunos residentes afirman estar bajo el toque de queda. De hecho, este periodista estuvo hace dos semanas a tres horas en coche del lugar, y miembros cercanos al Gobierno le aseguraron que era imposible acercarse al monasterio de Kirti por la abundante presencia policial y los constantes controles en todas las vías. Así, la información está condenada a una peligrosa polarización que puede desembocar en una cascada de rumores que terminen haciendo realidad el peor de los escenarios posibles: una nueva revuelta aplastada a sangre y fuego.
En esta ocasión, los tibetanos cuentan con todo en contra. No se avecina en China ningún evento mundial de la envergadura de los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, y la coyuntura de crisis global ha fortalecido la voz del régimen en la comunidad internacional. El mundo necesita el capital chino, y las demandas de una mejora en el respeto de los derechos humanos se hacen con la boca cada vez más pequeña.
No obstante, China no puede permitirse un estallido social que podría disparar el descontento que ya se ha demostrado en focos de tensión como el del pueblo de Wukan. Sin duda, las demandas de tibetanos y de expropiados tienen muy poco que ver, y ambos lugares están separados por 3.000 kilómetros. Pero China inventó la pólvora, y el fuego de la mecha ya se ha encendido.
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