En general, cuando hablamos de inteligencia la asociamos con el coeficiente intelectual (IQ), pero la inteligencia ya no se considera una propiedad unitaria, sino un concepto que se manifiesta de distintas formas. Se habla de inteligencia racional –que incluye las habilidades lingüísticas y matemáticas–, de inteligencia emocional –que se relaciona con la capacidad de sentir empatía y solidaridad–, e incluso de inteligencia naturalista o ecológica –esa habilidad que debemos desarrollar para minimizar nuestro impacto dañino en la ecología–, pero sólo recientemente, la ciencia ha podido examinar evidencias que sugieren la posesión de una “inteligencia espiritual”. Y ésta se refiere a la percepción, aparentemente inherente, de que existe una realidad trascendental o alternativa que suprime la condición de nuestra realidad física y limitada.
Suma de inteligencias
La inteligencia racional es la capacidad lógica para razonar, planificar, comprender ideas complejas, desarrollar pensamiento abstracto y habilidades matemáticas, lingüísticas y de aprendizaje. Ha sido reconocida desde hace cientos de años, aunque sólo hasta el siglo XIX comenzó a estudiarse desde una perspectiva científica, que le otorgó bases biológicas. Incluso se diseñaron algunas herramientas para intentar medirla en términos cuantitativos, y así se creó el concepto de IQ, al que se sigue dando un valor determinante. Si bien puede tener una relación con la capacidad de resolver problemas, no alcanza por sí solo a describir la complejidad de otras habilidades que también son necesarias para determinar nuestro éxito o satisfacción vital interna y frente a los demás.
Bajo este argumento, en 1983, Howard Gardner, psicólogo de la Universidad de Harvard, desarrolló la teoría de las “inteligencias múltiples”, entre las cuales incluye la inteligencia interpersonal y la intrapersonal –la primera, concerniente a la capacidad de entender las intenciones, motivaciones y deseos de otros, y la segunda, de comprender los sentimientos, miedos y motivaciones de uno mismo–.
Tiempo después, en 1995, el también psicólogo Daniel Goleman popularizó el concepto de “inteligencia emocional”, como un requisito indispensable para poder utilizar el coeficiente intelectual, y lo definió como una serie de competencias y habilidades agrupadas en cuatro líneas principales: autoconciencia, autocontrol y adaptación, conciencia social y manejo de relaciones interpersonales.
Según Goleman, los humanos nacemos con un nivel general de inteligencia emocional y podemos, por medio de la práctica, conseguir un alto grado de pericia.
A pesar de que esta posición ha sido objeto de controversias, se ha observado que las personas con un coeficiente emocional elevado efectivamente se relacionan mejor con los demás, cuentan con una alta autoestima y responden de manera adecuada ante situaciones difíciles.
Lo sagrado
El término espiritualidad proviene de la raíz latina spiritus, que significa “aliento”, en referencia al aliento de vida. Se vincula con abrir el corazón y cultivar la capacidad de experimentar asombro, reverencia y gratitud. Es la habilidad de encontrar lo sagrado en lo ordinario, de sentir el significado de la vida, conocer la pasión de la existencia y subyugarse ante algo superior. Su propósito es despertar la compasión y su efecto una buena salud mental.
A pesar de sus semejanzas, la espiritualidad no se condiciona a practicar religión alguna o tener una creencia en particular. Es un sentimiento o estado mental intensamente personal, que bajo los dogmas religiosos se manifiesta en códigos de conducta institucionales, e implica la participación comunitaria en rituales compartidos, como asistir a un templo o iglesia, y observar sus preceptos y costumbres.
En la actualidad la mayoría de las personas persigue la espiritualidad, y muy pocos lo hacen en una forma ajena a la religión. De hecho, según varios estudios demográficos sobre las creencias religiosas, presentados por organizaciones como la Universidad Estatal de Pennsylvania, la base de datos Adherents.com y el Almanac 2010 de Time y Enciclopedia Británica, tan sólo entre 2 y 3% de la población mundial afirma no tener ninguna creencia religiosa o no pertenecer a ninguna religión en lo absoluto, mientras que de 9% a 12% se considera agnóstica, o no religiosa.
Sin embargo, en nuestros tiempos, la oferta para ejercer la espiritualidad también ha encontrado su nicho en formas alternativas como la corriente New Age o, de manera individual, a través de la música, la poesía, la literatura, el contacto con la naturaleza o las relaciones íntimas.
Al final de cuentas, la espiritualidad puede expresarse de formas diversas: desde los bailes de los judíos jasídicos, las prácticas meditativas de los budistas, las danzas espirituales de los derviches musulmanes o los servicios religiosos de los cristianos, o a través del compromiso con causas como la llamada “ecología profunda”, cuya base es, precisamente, la vivencia de unidad e interconexión con una naturaleza sacralizada, en oposición a la idea de que es un objeto externo y ajeno a nosotros.
La frenología
Hasta hace muy poco tiempo, la investigación formal de la espiritualidad, con bases científicas, se consideraba imposible e inútil.
Esta perspectiva tiene su origen en el siglo XVII, cuando el filósofo René Descartes formuló una división tajante entre lo material y lo espiritual, misma que se afianzó en el XVIII, cuando Immanuel Kant advirtió sobre el límite de lo que puede conocerse.
Sin embargo, en 1810, los médicos alemanes Johann Spurzheim y Franz Joseph Gall, creadores de la frenología –una corriente psicológica muy en boga en el siglo XIX, según la cual las facultades psíquicas están localizadas en zonas precisas del cerebro y en correspondencia con relieves del cráneo–, realizaron las primeras asociaciones anatómicas con funciones cerebrales, dando a la espiritualidad un lugar en nuestro cerebro.
El nuevo reto científico consistía en lograr que la tecnología comprobara cualquier relación entre funciones cerebrales y espiritualidad, puesto que la universalidad ya había constatado estas experiencias entre los diversos grupos humanos y apuntaba a la existencia de una base inherente y no aprendida para la espiritualidad, como parte de la naturaleza humana, lo que implicaba que estas vivencias debían ser parte de nuestra actividad intelectual.
IQ de la fe
En 1997, la física y filósofa Danah Zohar introdujo el término “inteligencia espiritual” en su libro ReWiring the Corporate Brain: Using the New Science to Rethink How We Structure and Lead Organizations. Años después desarrolló el concepto con otro investigador, Ian Marshall, y en 2000 publicaron SQ: The Ultimate Intelligence (Coeficiente espiritual: La inteligencia máxima).
La idea de una inteligencia dedicada a la trascendencia recibió de inmediato oposición del sector académico, pues su estudio se consideraba imposible debido a la dificultad de cubrir los criterios científicos. El propio Gardner ha expresado que, por la problemática de sus connotaciones, sería mejor hablar de una “inteligencia existencial” que explorara la naturaleza de la existencia, pero todavía así, el fenómeno resulta perplejo y alejado de los otros tipos de inteligencia como para incluirlo en su lista, al menos por ahora.
No obstante, recientes evidencias neurológicas, psicológicas y antropológicas han revelado una presencia suficiente para considerarla un objeto serio de estudio, y varios laboratorios en el mundo han profundizado en el tema.
A diferencia del coeficiente intelectual, cuya máxima expresión sería albergada por una supercomputadora, y de la inteligencia emocional que existe en los mamíferos superiores, la inteligencia espiritual sería distintiva de los humanos. Además, resultaría ser la más fundamental de las tres descritas, ya que estaría relacionada con la necesidad de encontrar el significado y valor de la vida.
De tal manera, la inteligencia espiritual funcionaría como un marco dentro del cual actuarían el coeficiente intelectual y la inteligencia emocional para expresar así nuestras capacidades, y mejorar nuestra vida y la de los demás. Personajes representativos de una gran inteligencia espiritual son el Dalai Lama, la Madre Teresa de Calcuta y el filósofo danés Søren Kierkegaard; así como Mahatma Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela, quienes cumplían una característica fundamental de la inteligencia espiritual al plantearse poderosa y legítimamente preguntas sobre la misión de su existencia y actuaban en consecuencia.
Los hallazgos
Por fin, a finales del siglo XX y comienzos del XXI, se dieron las condiciones de laboratorio para poder tener acceso a este misterio.
Hoy en día, los investigadores cuentan con herramientas como la resonancia magnética funcional, la tomografía por emisión de positrones y otros equipos de investigación con los que examinan el cerebro de personas comunes, monjes y religiosas, en busca de las bases fisiológicas de las experiencias espirituales.
En primer lugar, se ha descubierto que la sensación espiritual de comunión con un ser superior no corresponde, como se pensaba, a una región específica del cerebro.
Una investigación realizada en 2006 por el neurocientífico Mario Beauregard, de la Universidad de Montreal, en Canadá, describió la participación y activación de varias regiones cerebrales, relacionadas con diferentes funciones, como la autoconciencia, la emoción y nuestra representación física.
Para efectuar el análisis, su equipo hizo la resonancia magnética del cerebro de 15 monjas carmelitas, a quienes se pidió que revivieran la experiencia mística más intensa que hubieran vivido.
El estudio de Beauregard encontró que la experiencia espiritual activaba más de una docena de diferentes áreas del cerebro a la vez. A pesar de las críticas de algunos colegas, Beauregard no es el primero en esta reciente rama de su especialidad, bautizada como “neurociencia mística” o “neuroteología”. Otro investigador, Richard Davidson, del Laboratorio de Neurociencia Afectiva de la Universidad de Wisconsin (EU), y especialista en el estudio de la relación entre cerebro y emociones, ha tenido resultados similares al observar, también con técnicas de neuroimagen, el cerebro de monjes budistas en meditación al enfocarse en el sentimiento de compasión. Los cambios cerebrales examinados parecen sugerir que esta práctica produce indicadores de un estado de elevado bienestar.
Además de Davidson, Alan Newberg, de la Universidad de Pennsylvania (EU), realizó estudios en los que registró cambios en la actividad neuronal de monjes budistas durante un ejercicio de meditación. Sus experimentos indicaron que, mientras tenían la experiencia de “unidad con toda la creación”, se observaban cambios significativos en las áreas frontales, parietales y en regiones subcorticales del cerebro, como la amígdala, lo que sugiere que la experiencia espiritual podría correlacionarse directamente con procesos neuronales de determinadas estructuras cerebrales.
Iguales cambios se observaron en religiosas franciscanas durante su oración, aunque ellas describían el momento como una sensación de cercanía y unión con Dios. Más allá de las interpretaciones personales, vinculadas directamente con las distintas creencias, el hecho que ha llamado la atención es que la experiencia mística es observable, y que es biológica y científicamente comprobable.
En general, las características que se han encontrado durante estos estados son una activación en los lóbulos frontales y el sistema límbico. Los primeros son el sitio de la atención y la concentración, y generan nuestro sentido de “yo”, por lo que al alterar su funcionamiento se percibe una “disolución del ego”. El sistema límbico se vincula con los sentimientos afectivos. Se ha observado también una “desconexión” del lóbulo parietal, que maneja la orientación espaciotemporal, lo que parece crear la sensación de fusión con el Universo.
Cambios benéficos
Otros sorprendentes descubrimientos han encontrado que las modificaciones a nivel cerebral también se traducen en cambios físicos. Por ejemplo, rituales como la oración, la meditación, y conductas repetitivas como el baile o el canto ceremonial, pueden tener efectos sobre el sistema límbico y el sistema autónomo, pues participan en la creación de la emoción y el estado anímico, al tiempo que pueden impulsar los ritmos corticales y producir sentimientos inefables e intensamente placenteros. Además, al combinarse con otras actividades (como el ayuno, la hiperventilación o la inhalación de incienso), esta estimulación multisensorial puede afectar la fisiología del cuerpo hasta conducir a estados mentales alterados.
Hace algunos años, la neurocientífica Sara Lazar y sus colegas de la Universidad de Harvard encontraron que 20 monjes budistas expertos en meditación tenían un mayor grosor en algunas regiones cerebrales, en comparación con 15 voluntarios que no practicaban meditación. En particular, la corteza prefrontal y la ínsula anterior derecha presentaban más espesor en los practicantes de meditación y, curiosamente, el mayor incremento se encontró en los sujetos de mayor edad, en contraposición a lo que sucede durante el proceso natural de envejecimiento, en el que estas áreas cerebrales van adelgazándose.
Y un estudio reciente, del investigador Yi-Yuan Tang, de China, respalda que no es necesario ser un monje experimentado para obtener este tipo de beneficios. De acuerdo con sus resultados, bastaron 20 minutos diarios de practicar una técnica de meditación china llamada “integración de mente y cuerpo”, para tener un mejor estado anímico y conseguir mejores resultados en pruebas de atención. También observó que el organismo producía menos cortisol, la hormona indicadora de estrés.
El ser social
La omnipresencia de la espiritualidad podría estar fundamentada en los hallazgos recientes de un par de investigaciones realizadas por el neurocientífico Jordan Grafman, de los Institutos Nacionales de Salud, en EU, quien piensa que los orígenes de la creencia en lo divino están relacionados con mecanismos que evolucionaron para ayudar a los primates a “sintonizarse” (o desarrollar empatía) con los integrantes de su grupo social, así como con otros animales, y que los humanos los utilizan para explicarse algunos fenómenos incomprensibles del mundo natural.
En otras palabras, la evolución nos dotó de un proceso neurológico que nos permite trascender la existencia material para reconocer y conectarnos con una parte más profunda de nosotros mismos, que se percibe como una realidad absoluta y universal que nos une a todo lo que existe.
Otra línea de investigación ha sido abierta a través del estudio de la epilepsia, una enfermedad crónica caracterizada por uno o varios trastornos neurológicos que deja una predisposición en el cerebro para generar convulsiones recurrentes. Una cuarta parte de las personas que padecen esta enfermedad que afecta los lóbulos temporales, suele tener estas experiencias antes de sufrir una convulsión. El connotado neurocientífico Vilayanur Ramachandran, de la Universidad de California en San Diego, encontró evidencias de que una mayor actividad en los lóbulos temporales del cerebro podría relacionarse con una alta propensión a albergar creencias místicas y religiosas. Quizá de ahí nació la frase de Fiódor Dostoievski, quien sufría epilepsia, en su libro El Idiota: “Fui tocado por Dios...”
Sin duda, una sensación similar a la que consiguió generar en sus pacientes Michael Persinger, especialista en neurociencias de la conducta, quien adaptó un casco como aparato experimental –conocido como el “casco de Dios”–, el cual estimula selectivamente, mediante un campo electromagnético, los lóbulos temporales izquierdo y derecho, induciendo la sensación de una revelación mística.
¿Y Dios?
Al igual que la sensación de espiritualidad, el concepto de Dios, de una u otra forma aparece en casi todas las culturas. Una posible razón sería que, al constituir la única especie capaz de contemplar su propia muerte, necesitamos algo superior a nosotros mismos para hacer tolerable esa certeza. Desafortunadamente, el doloroso hecho de prever nuestra desaparición individual es un precio que tenemos que pagar por nuestro desarrollado lóbulo frontal.
En cuanto a los resultados de los estudios, todavía hay muchas incógnitas. Aunque algunos científicos indican que Dios no existe como algo externo e independiente de nosotros, sino que es producto de una percepción inherente; la manifestación de una adaptación evolutiva que existe exclusivamente dentro del cerebro humano. Para otros, incluido Beauregard, se trata de un Ser Supremo que nos proveyó de una especie de “antena receptora” en el cerebro para captar su presencia.
¿Será Dios una percepción generada por el cerebro; o bien, estará este órgano nuestro dotado de circuitos que le permiten experimentar la realidad de Dios? Probablemente la ciencia nunca llegue a responder esta pregunta. Lo que sí parece sugerir es que los humanos tenemos ya dispuesto cierto “cableado”, o conexiones neuronales que, con ciertas conductas asociadas a la espiritualidad, como la oración, la meditación, el yoga o los cantos, nos hacen evocar percepciones y sensaciones interpretadas, por la mayoría de los integrantes de todas las culturas, como la evidencia de una realidad divina, espiritual y trascendental.
Alguna vez el físico Albert Einstein describió una vivencia que evidenciaba el buen aprovechamiento de su inteligencia espiritual: “Existen momentos en los que uno se siente libre de las propias limitaciones humanas. En esos momentos, uno se imagina parado en una pequeña parte del planeta, observando con asombro la fría, pero profundamente conmovedora belleza de lo eterno, en donde fluyen vida y muerte en un solo cauce, y donde no hay evolución ni destino... sólo ser”.
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