Ya es oficial.. Era inevitable el encuentro entre estas dos almas gemelas. Con 20 años de intervalo (1989 y 2009), los dos obtuvieron el Premio Nóbel de la Paz, y los dos lo obtuvieron ad maiorem Dei gloriam [1], o, para ser más exactos, para la mayor gloria de la «nación elegida» de Dios. 1980 fue el año en que Estados Unidos, después de haber ganado la guerra fría, se preparaba para desmantelar la Unión Soviética, Yugoslavia y –al menos eso creían en Washington– también China.
En tales circunstancias, la corona de campeón de la paz no podía ser otorgada a otro que no fuera aquel monje intrigante que, respaldado y financiado desde hacia ya 30 años por la CIA, podía ayudar a arrebatarle a China la cuarta parte de su territorio (el Gran Tibet). En 2009, la situación había cambiado de forma radical. Los dirigentes de Pekín habían logrado evitar la tragedia que se estaba cocinando para China.
En vez de volver a las terribles décadas de la China oprimida, humillada y condenada en masa a morir de hambre, de la «China crucificada» que mencionan los historiadores, este país –cuya población es la quinta parte de la población mundial– había registrado un prodigioso desarrollo, mientras que se hacían cada vez más evidentes el descrédito y la decadencia de la superpotencia que en 1989 creyó tener el mundo en sus manos. En las condiciones de 2009, el Premio Nóbel de la Paz coronaba a aquel que, gracias a su habilidad oratoria y a su capacidad para presentarse a sí mismo como un hombre nuevo que venía “de abajo”, estaba llamado redorar en algo el imperialismo estadounidense.
En realidad, el verdadero significado está a la vista de todos. No hay una región del mundo que no haya conocido un recrudecimiento del militarismo y de la política belicista estadounidenses. Una flota, equipada para neutralizar la posible respuesta de Irán a los bombardeos indiscriminados que Israel viene preparando frenéticamente gracias al armamento proporcionado con Estados Unidos, ha sido enviada al Golfo Arábigo-Pérsico.
En América Latina, después de promover y apoyar el golpe de Estado en Honduras, Obama está instalando 7 bases militares en Colombia, reactiva la presencia de la 4ª Flota estadounidense, explota la catástrofe humanitaria en Haití (cuya gravedad es además resultado de la dominación neocolonial que Estados Unidos ha venido ejerciendo durante 2 siglos) para implementar una ocupación masiva de ese país, con un despliegue de fuerzas militares que constituye además una evidente advertencia para las demás naciones latinoamericanas.
En África, valiéndose del pretexto de la «lucha contra el terrorismo», Estados Unidos refuerza su dispositivo militar, cuando su verdadero objetivo es en realidad obstaculizar la obtención de los recursos energéticos y de las materias primas que China necesita, para poder estrangularla después en el momento oportuno. En la propia Europa, Obama no ha renunciado en lo absoluto a la expansión de la OTAN hacia el este ni a las maniobras tendientes a debilitar a Rusia. Las concesiones son solamente de carácter formal y no tienen más objetivo que aislar lo más posible a China, el país que pudiera cuestionar la hegemonía planetaria de Washington.
En efecto, es en Asia donde más claramente se manifiesta el carácter agresivo de la nueva presidencia estadounidense. No sólo se trata de la extensión de la guerra de Afganistán al territorio de Pakistán, mediante un uso de los aviones sin piloto (y de los consiguientes «daños colaterales») sensiblemente más acentuado que en la época de la administración de Bush Jr. Lo más significativo es lo que está sucediendo con Taiwán.
La situación había mejorada sensiblemente, los contactos e intercambios entre la China continental y Taiwán se habían restablecido y se estaban desarrollando, también se habían restablecido las relaciones entre el Partido Comunista Chino y el Kuomindang. Con la nueva venta de armas, Obama trata de alcanzar un objetivo bien definido: si no se logra desmantelar el gran país asiático, por lo menos hay que impedir la reunificación pacífica.
Y es en este preciso momento que un viejo conocido de la política del containment y del desmantelamiento de China anuncia su próxima llegada a Washington. Incluso antes de poner un pie en territorio estadounidense, el Dalai Lama bendice por control remoto al mercader de la guerra que actualmente ocupa la Casa Blanca. Pero, ¿no es acaso el Dalai Lama un símbolo universal de la no violencia? Permítanme abordar esa refinada manipulación a través de un capítulo de mi libro La no violencia.
La historia más allá del mito (Laterza, Bari-Roma. NdT.), que saldrá a la venta el 4 de marzo próximo. Me limitaré, por el momento, a anticipar un solo aspecto de la cuestión. Varios libros entre cuyos autores o coautores se encuentran ex funcionarios de la CIA revelan una verdad que nunca podemos perder de vista: la no violencia es una «pantalla» (screen) que inventaron los servicios secretos estadounidenses mayoritariamente inmersos en la «guerra sicológica».
Esa «pantalla» ha permitido fabricado alrededor de Su Santidad una aureola sagrada cuando la realidad es que, desde que huyó de China en 1959, el Dalai Lama nunca ha cesado de promover en el Tibet una revuelta armada, alimentada por los enormes recursos financieros de la poderosa máquina organizativa y multimediática de Estados Unidos y por el gigantesco arsenal de ese mismo país, revuelta que a pesar de todo ha fracasado porque no ha encontrado apoyo entre la población tibetana.
Se trataba de una revuelta armada –señalan también los ex funcionarios de la CIA– que ha permitido a Estados Unidos acumular valiosas experiencias para las guerras en Indochina, o sea –observo yo– para las guerras coloniales, catalogadas como las más bárbaras del siglo 20. Y ahora se anuncia un encuentro entre el Dalai Lama y Obama.
Era de esperar. Este encuentro entre los dos Premios Nóbel de la mentira será probablemente amistoso, como corresponde a un encuentro entre dos personalidades vinculadas entre sí por afinidades electivas. Pero lo cierto es que no augura nada bueno para la causa de la paz.
Domenico Losurdo |
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