sábado, 2 de enero de 2010

asi mata china

Asesinato, violación, secuestro, robo, espionaje, corrupción, evasión de impuestos, falsificación de moneda, acciones contra la salud pública y organización de actos subversivos. Son algunos de los 68 casos, claramente identificados, en los que la ley permite aplicar la pena capital en China. Eso sí, siempre que el criminal no sea menor de edad o una mujer embarazada, ni sufra algún tipo de discapacidad psíquica en el momento del delito. En la lista destaca también el narcotráfico, razón por la que el pasado martes fue ejecutado el británico Akmal Shaikh, a quien no se aplicó la atenuante de enfermedad mental que exigía el Ejecutivo de Gordon Brown. «El supuesto trastorno bipolar no ha quedado demostrado en ningún momento», zanjó el Tribunal Supremo de China antes de matar a Shaikh con una inyección letal.
Al Gran Dragón tampoco le tiembla la mano a la hora de ajusticiar a importantes cargos del Gobierno. Casos ejemplares recientes han sido los de Zheng Xiaoyu, director de la Administración Estatal de Alimentos y Medicamentos, y Liu Zhihua, vicealcalde de la capital, Pekín. También han caído este año otros importantes nombres de la escena empresarial: Tian Wenhua, directora de la compañía Sanlu, responsable del escándalo de la leche contaminada con melamina, y Wu Ying, una empresaria que estafó 56 millones de dólares a sus inversores. No han corrido mejor suerte los cabecillas de la gran mafia desarticulada en la ciudad de Chongqing, ni los que supuestamente organizaron las revueltas políticas de Tíbet, en 2008, y de Xinjiang este año.
Que el gigante asiático es el país en el que más penas de muerte se dictan es un hecho incontestable. Pero cuántas son exactamente es secreto de estado. Amnistía Internacional cifra las ejecuciones de 2008 en 1.718, y asegura que el país aporta entre el 60% y el 80% de todos los reos ajusticiados en el mundo. Pero la Organización pro-Derechos Humanos Dui Hua, ubicada en Hong Kong y especializada en el tema, dispara la estimación hasta los 5.000, un número que, a pesar de lo espectacular, supone un descenso sustancial comparado con los 7.000 de 2007 y los 10.000 de hace una década.
Es el resultado de la política introducida en 2007, de cara a los Juegos Olímpicos: «Prevenir un exceso de penas capitales ejerciendo al máximo la cautela». Ese lema se traduce en la posibilidad de recurrir la sentencia en dos ocasiones. Primero al Alto Tribunal del Pueblo, y luego, de forma obligatoria para todos los casos, al Tribunal Supremo, que canceló el año pasado el 15% de las ejecuciones previstas. Según fuentes gubernamentales anónimas, citadas por la agencia New China, el descenso global alcanzó el 30%.
Algunas sentencias fueron conmutadas por una 'condena a muerte suspendida', un caso único de China que se aplica cuando «el preso debería ser sentenciado a la pena máxima pero no es necesaria una ejecución inmediata». Se traduce en cadena perpetua, como el caso de un hombre que cazó y traficó con la piel de osos panda, considerados tesoro nacional. Además, el Ejecutivo ha prohibido la tortura policial destinada a obtener una confesión. Para hacer cumplir esta norma, los legisladores barajan la posibilidad de conceder el derecho del acusado a no incriminarse.
Según un informe de la Universidad Nacional de Singapur, al que ha tenido acceso este periódico, los líderes chinos podrían estar contemplando también la posibilidad de extender el límite que un preso puede pasar en la cárcel (que actualmente está en 15 años) y eliminar progresivamente diferentes supuestos en los que se aplica la pena de muerte. Según el estudio, comenzarían por los casos que se usan en contadas ocasiones y seguirían por los crímenes no violentos. El paso final sería la abolición total, algo que todavía no se ha planteado en ningún caso.
El pollo y el mono
No obstante, este cambio de rumbo no tiene nada que ver con ningún tipo de presión popular. De hecho, ésta suele provocar el efecto contrario: que se ejecute a quien se había perdonado la vida. Según Xu Anqi, profesor de Sociología en la Universidad de Fudan, en Shanghai, «la pena de muerte cuenta con el respaldo del 92% de la población». En el refranero se encuentran varias justificaciones que muchos no dudan en utilizar cuando se les pregunta sobre el tema. «Matar a uno para amedrentar a cien», «matar un pollo para que tome nota un mono» y el clásico «una vida por otra vida». Salvo por los activistas políticos, este periodista no ha encontrado a nadie que se oponga a la pena capital. «Es la única forma de controlar la criminalidad», comenta Shen Yuan, una joven de 22 años, estudiante de Económicas en Shangai. «Así se hace justicia, porque no es de recibo que un asesino quede libre después de haber destrozado otras vidas», añade Wu Huan, un trabajador de 43 años de Chongqing.
Ni siquiera el británico Akmal Shaikh despierta compasión. «Así aprenderán otros extranjeros que no pueden venir a China a hacer lo que les dé la gana -asegura Mei Chen, abogada de Shanghai-. Nadie puede estar por encima de la ley, independientemente del pasaporte que posea». Ante la posibilidad de conmutar la pena por la cadena perpetua, se manifiesta el pragmatismo. «Resultaría muy caro para el país», argumenta Hedy Ge, empresaria de 25 años que considera que «habría que matar a muchos más políticos y empresarios corruptos».
Sin duda, el caso de Shaikh ha creado una gran polémica sobre la aplicación de la pena máxima en China, que suele saltar a la primera plana siempre que el protagonista es algún pez gordo. Pero, a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, donde el corredor de la muerte es escenario de innumerables películas y relatos, poco se conoce sobre las condiciones de vida y el perfil de quienes son ejecutados en el país asiático.
Según datos oficiales, predominan los hombres (93%), de una edad media de 32 años, con un nivel educativo bajo (67%) y estatus de emigrante rural (42%). El 14% tiene antecedentes penales, el doble de aquellos que no están condenados a muerte, y sólo el 15% confiesa su crimen, muchas veces bajo tortura policial. Desde que comienza el juicio hasta que se ejecuta la sentencia pasa una media de 449 días, aunque hay casos que se despachan en sólo dos meses. Y los reos sólo pueden estar en el corredor de la muerte, por ley, un máximo de una semana.
Entonces se aplica alguno de los dos métodos de ejecución utilizados en China: el disparo en la cabeza o la inyección letal. Esta última fue introducida en 1997 y está relegando a la primera porque resulta «más humana, más limpia, más segura y más conveniente». Y, aunque el Gobierno prefiere no mencionarlo, también da facilidades a la hora de extraer los órganos de los ajusticiados, que suponen el principal vivero de este lucrativo mercado. Quizá sea, como denuncian algunas ONG, la forma que las autoridades tienen en mente para sufragar el costo del proceso químico que acaba con su vida, más caro que el fusilamiento.

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