Lobsang Sangay: El Kalon Tripa que tampoco sabe cuándo nació

Christine Toomey (El País)  – Tiempo de cambios para el pueblo tibetano. Por primera vez en tres  siglos, el Dalái Lama separa sus funciones religiosas y terrenales. Ha  nombrado líder político a Lobsang Sangay, hijo de exiliados y formado en  Harvard. Se ha dado un paso trascendental. Ahora, la sucesión  espiritual de Tenzin Gyatso, aunque todavía lejana, suscita debates  sobre quién será el futuro 15º Dalái Lama.
Lobsang Sangay no sabe con exactitud en  qué día nació. Como tampoco la mayoría de los niños y niñas que se  presentaron a la vez que él para pasar su primer día de colegio,  aferrados a las manos de unos padres demasiado traumatizados para  acordarse de escribir cosas como la fecha de nacimiento. Pero si no  hubiera sido por el derramamiento de sangre que presenció su padre,  Sangay no habría nacido. Porque, más de 20 años antes de que naciera el  hijo, en 1968, su padre fue monje budista en un remoto monasterio de  Tíbet.
Cuando hubo que escribir los datos de  Sangay en el formulario de inscripción, sus padres pusieron que había  nacido el 10 de marzo. Igual que una tercera parte de sus compañeros.  Para los tibetanos, el 10 de marzo es el Día del Levantamiento Nacional,  que conmemora la rebelión armada de 1959 contra la dominación china.
“La historia de mi vida de refugiado  está condensada ahí, en el hecho de que no sepa ni cuándo nací”,  reflexiona Sangay. Por la ventanilla del pequeño avión en el que volamos  hacia el pueblo de Dharamshala, en las colinas del norte de la India,  aparecen las cumbres nevadas del Himalaya. Ninguno de los pasajeros le  presta especial atención a Sangay. Todavía es un completo desconocido.  Pero el 8 de agosto, este hombre de 43 años, alto, hablador y simpático,  asumió los deberes terrenales de Su Santidad el 14º Dalái Lama, que  asombró a sus seguidores en marzo cuando anunció, en el templo  Tsulagkhang en Dharamshala, que este verano abandonaría su papel de  líder político del movimiento tibetano en el exilio, cargo que ocupa  desde hace 50 años.
Mientras el avión sigue la línea del  Himalaya hacia el norte, Sangay describe con doloroso detalle los hechos  que obligaron a sus padres a cruzar las montañas, cuando se vio que  resistirse al poderío del Ejército Popular de Liberación de China era  inútil. El EPL llevaba años reprimiendo brutalmente, atacando  monasterios y conventos con artillería pesada en un intento de  quebrantar la fe budista del pueblo tibetano y llevar este territorio,  vasto y de gran importancia estratégica, al redil del comunismo.
Sangay recuerda que su padre hablaba de  un río próximo a su monasterio, en el este de Tíbet, que se había teñido  de rojo con la sangre de los monjes asesinados. Ante semejante  salvajismo, su padre abandonó las órdenes monásticas y durante un breve  periodo se convirtió en luchador de la resistencia, antes de unirse a  las decenas de miles de tibetanos que huyeron a través de las montañas  hacia Nepal y siguieron a su líder espiritual, el Dalái Lama, al exilio.
Miles de tibetanos exiliados soportaron  un trabajo agotador en la construcción de carreteras de montaña en los  territorios septentrionales de India o ganándose a duras penas la vida  con las pequeñas parcelas que rodeaban los campos provisionales de  refugiados. Sangay y sus dos hermanos pequeños crecieron cerca de uno de  ellos, en Darjeeling, Bengala Occidental, donde su padre había conocido  a su madre -a la que habían dejado abandonada, siendo adolescente  porque se había roto una pierna al atravesar el Himalaya y se había  casado con ella.
A pesar de estos duros orígenes, Sangay  luchó para salir de la pobreza mediante el estudio. Cuando sus padres  vieron que sacaba unas notas excelentes, vendieron una de las tres vacas  de la familia para pagarle la educación. Tras una estancia en la  universidad de Delhi, obtuvo una beca para la Facultad de Derecho de  Harvard y permaneció allí como investigador. Durante los últimos 15 años  ha disfrutado de un privilegiado estilo de vida occidental. Pero su  vida dio un giro inesperado cuando el Dalái Lama hizo su sorprendente  anuncio el 10 de marzo: el día del 43º cumpleaños de Sangay.  Aquel día, él estaba en Dharamshala. Llevaba meses haciendo campaña, a  través de Internet desde Boston y con visitas a las comunidades de  exiliados en India, para que le nombraran Kalon Tripa, o primer  ministro, del Gobierno tibetano en el exilio, un papel que  tradicionalmente es un puesto administrativo en una organización muy  subordinada al Dalái Lama.
Igual que los movimientos de  protesta han recorrido el mundo árabe, en los últimos años también ha  habido manifestaciones cada vez más grandes en Tíbet contra la  discriminación social, económica y religiosa que sufren los seis  millones de tibetanos que viven en territorio de China. Dos tercios de  ellos viven fuera de las fronteras de lo que los chinos llaman con el  eufemístico término de Región Autónoma de Tíbet (RAT), que no abarca más  que la mitad de lo que los tibetanos reivindican como suyo. Desde la  violenta represión contra los manifestantes en las calles de Lhasa en  2008, los grupos de derechos humanos dicen que nunca, en el pasado  reciente, ha habido tantos presos políticos tibetanos en las cárceles  chinas. Según la organización GuChuSum, que desde Dharamshala ayuda a  antiguos presos políticos que han escapado de Tíbet, en marzo de 2011  había al menos 824 presos conocidos, y muchos más arrestados en paradero  desconocido.
En su mayoría son monjes y monjas, pero  en los últimos meses han detenido también a un número cada vez mayor de  escritores, artistas y músicos por alzar la voz en defensa del derecho  de los tibetanos a preservar su cultura y sus tradiciones. El Gobierno  chino les concedió en teoría ese derecho cuando firmó el “Acuerdo sobre  las medidas para la liberación pacífica de Tíbet” en 1951. En la  práctica, la política china ha consistido en inundar la RAT y las zonas  adyacentes que los tibetanos denominan Amdo y Kham -llamadas, a veces,  el Gran Tíbet de inmigrantes chinos de etnia Han, que dominan la  economía y marginan a los tibetanos económica y culturalmente.
Ante el creciente malestar y las  tensiones entre los 145.000 tibetanos exiliados en todo el mundo,  frustrados por la falta de progresos en la obtención de autonomía e  igualdad para los tibetanos en China, muchos pensaron que Sangay era una  inyección de dinamismo muy cualificada y muy necesaria para la  dirección en el exilio. Especializado en leyes internacionales de  derechos humanos en Harvard y dedicado a unir a los estudiosos tibetanos  y chinos, sin embargo da la impresión de que pocas cosas habían  preparado a Sangay para el anuncio de retirada del Dalái Lama. Desde  hace 300 años, los dalái lamas se han sucedido en el doble papel de guía  espiritual supremo y máxima figura política del pueblo tibetano. Pero a  medida que ha ido envejeciendo, el Dalái Lama actual -Tenzin Gyatso,  que tiene hoy 75 años- ha dejado claro que quería acabar con la “cultura  de dependencia” creada en torno a él.
“Ya en los años sesenta subrayé  repetidamente que los tibetanos necesitan un líder elegido libremente  por el pueblo, a quien pueda entregar el poder. Ahora hemos alcanzado el  momento de llevarlo a la práctica”, anunció el 10 de marzo. En el  futuro, declaró, la dirección política correrá a cargo de quien sea  elegido Kalon Tripa.
“Ese día fue el principio de  una montaña rusa, de momentos de angustia y de mucha introspección. Me  di cuenta de que, si lo que Su Santidad decía salía adelante, podía ser  yo quien acabase sustituyéndole”, reconoce Sangay. Varias semanas  después, se vio que había razones para su nerviosismo. El 26 de abril,  los resultados de un sondeo realizado a lo largo de varios meses entre  la comunidad en el exilio designaron a Sangay como próximo Kalon Tripa.  ¿Y qué siente este hombre ante este reto? Sangay replica que es su leh, su destino, su karma.
A pesar de su modestia, quienes conocen a  Sangay le califican de “muy ambicioso”, un rasgo infrecuente en la  cultura tibetana, que valora la humildad como virtud suprema. Está  casado con una descendiente de uno de los reyes fundadores de Tíbet.  Ella también nació en el exilio y tienen una hija de tres años. Cuando  tome posesión de su nuevo cargo, la familia se mudará a Dharamsala.
Sangay cuenta de forma conmovedora lo  difícil que le resultó, dado su origen pobre, lograr que los padres de  su mujer le concedieran su mano en matrimonio, en medio de innumerables  propuestas de otros pretendientes más ricos. “Le dije al padre de mi  mujer: ‘Ahora no soy nada y tal vez no merezco a su hija. Pero un día le  demostraré que voy a ser alguien’. Por suerte, creyó en mí”, dice, con  una gran sonrisa.
Al aterrizar, Sangay, un terrible  aficionado al béisbol, se pone unas gafas de sol de aviador y sale a la  pista agitando su elegante chaqueta sobre su cuerpo alto y atlético. Es  difícil imaginar un mayor contraste con el hombre santo cuyo cargo  político va a heredar, con su calva y su túnica. Aunque para China el  Dalái Lama es “un lobo disfrazado con túnicas, un monstruo de rostro  humano y corazón de animal”, para millones de budistas es la 14ª  reencarnación del Bodhisattva Avalokitesvara, el Buda supremo de la  Compasión. En todas partes se le considera un símbolo de paz, y se le  reconoció en 1989 cuando recibió el Premio Nobel de la Paz por su  oposición al uso de la violencia en la lucha para obtener la  autodeterminación. No será fácil sustituirle.
Sin el reconocimiento mundial y la  autoridad moral que el Dalái Lama ha aportado a la causa de Tíbet,  algunos creen que podría perder la atención internacional. Y aún más  acuciante es el miedo de que, a medida que el Dalái Lama se retire poco a  poco del escenario mundial, también caiga en el olvido su empeño en que  sus compatriotas empleen medios no violentos en su lucha por la  libertad.
A pesar de que Sangay asegura que  seguirá apoyando el constante llamamiento del Dalái Lama a celebrar  negociaciones pacíficas que permitan a los tibetanos obtener una  verdadera autonomía dentro de China -la llamada “vía media”-, algunos  dicen que sus elogios a la Revolución del Jazmín en el mundo árabe puede  ser un indicio de cambios futuros. “El nuevo líder (de Tíbet) tendrá  que aprovechar los cambios producidos en el mundo musulmán. Cuando se  presenta una oportunidad, hay que aprovecharla”, dijo cuando hacía  campaña para el cargo de Kalon Tripa.
Hasta ahora, el peso moral con el que el  Dalái Lama ha insistido en que a la agresión china contra su pueblo  solo se responda con una resistencia pacífica ha logrado impedir que la  situación se vuelva más inestable. Un síntoma de la preocupación que  sienten muchos por la perspectiva de que esa influencia vaya a disminuir  son las repetidas y apasionadas peticiones que se le han hecho  -culminadas por una solicitud formal del Gobierno en el exilio- para que  revoque su decisión de ceder su poder terrenal a un personaje electo.  Cuando el Dalái Lama se negó, le pidieron que meditara la posibilidad de  continuar como “jefe de Estado ceremonial”, con un papel constitucional  semejante al de la monarquía británica. “Si me dais una reina, quizá me  lo piense”, contestó el viejo monje con sentido del humor. Rechazó así  la solicitud.
Aunque los partidarios del Dalái Lama  aplauden su decisión de democratizar el gobierno de su pueblo, algunas  voces críticas creen que este no es el momento de que se vaya. “No veo  nada admirable en que un pastor abandone a su rebaño a mitad de  atravesar el desierto”, dice Lhasang Tsering, antiguo presidente del  Consejo de la Juventud Tibetana, que se considera “el diablo oficial” de  Dharamshala porque se atreve a discrepar del Dalái Lama.
Según Tsering, los tibetanos deben  reconocer que la “vía media” no ha funcionado y pasar a una táctica más  de confrontación. “China no tiene por qué negociar con un puñado de  refugiados pobres”, alega. “Hay personas que están muriendo por la  libertad en Tíbet y necesitan el respaldo internacional. Lo necesitan  ahora, antes de que sea demasiado tarde. La importancia de Tíbet no es  solo el destino de seis millones de personas, es también el control del  techo del mundo, un área muy grande que tiene vastas reservas minerales,  en la que nacen todos los grandes ríos de Asia y en la que China posee  un número desconocido de bases de misiles estratégicos”.
Sin embargo, dada la influencia  económica de China y dado que Pekín amenaza con unas vagas consecuencias  para cualquier país que acuerde mantener contactos formales con el  Dalái Lama, la esperanza de que se produzca una ola repentina de apoyo  oficial a Tíbet en la comunidad internacional es inútil. Pese a que le  reciben como hombre de paz, en especial las estrellas de Hollywood, que  le adoran, casi todos los contactos que mantiene el Dalái Lama con  dignatarios extranjeros son de tipo informal, como líder religioso.  Sangay no va a contar con esa baza espiritual que le abra puertas.
Además de luchar contra la indiferencia  internacional, Sangay tendrá que combatir las tensiones crecientes entre  los tibetanos más viejos y más jóvenes. Cada vez son más los jóvenes  -muy frustrados, duchos en las nuevas tecnologías y radicales que apoyan  la plena independencia. “Los jóvenes tibetanos poseen una educación  cada vez mejor y conocen muy bien sus derechos. Están hartos de que se  les considere una especie de tribu exótica”, dice Tenzin Tsundue,  escritor y activista tibetano.
Dentro de Tíbet, los jóvenes están  recurriendo a medidas desesperadas. El 16 de marzo, un monje de 20 años  en el monasterio de Kirti se prendió fuego para protestar por el  endurecimiento de la represión china. Murió. Las autoridades detuvieron a  300 de sus compañeros monjes y se los llevaron a un lugar desconocido.  “De acuerdo con nuestra fe budista, no debemos hacer daño ni a otros ni a  nosotros mismos, así que el suicidio es muy grave. Pero la situación en  Tíbet es tan crítica que la gente está desesperada”, dice Kanyag  Tsering, un veterano monje de Dharamshala.
El tratamiento a los detenidos  queda muy patente en la historia de una exmonja que escapó de Tíbet a  través de Nepal en 2004. Tan traumatizada está aún que pide hablar,  llena de nerviosismo, en una remota colina a las afueras de Dharamshala.  Nyima, que tenía 16 años cuando la detuvieron, tiene hoy 32. Durante  cinco años, la torturaron en prisión. En verano la obligaban a estar de  pie fuera todo el día, en un cajón, con hojas de periódico en las axilas  y entre las piernas; si se le caían las hojas, la golpeaban con fuerza.  En invierno la obligaban a estar de pie, descalza, sobre bloques de  hielo, y se pelaba de tal forma que la piel acababa separándose del  hueso. Los presos tenían que cantar una canción dedicada a elogiar al  presidente Mao; cuando se le ocurrió sustituir la letra por otra en la  que elogiaba al Dalái Lama, la metieron en prisión incomunicada durante  21 meses. “Quiero que la gente sepa lo que ocurre en Tíbet”, susurra.  “Necesitamos ayuda urgente. Se nos está acabando el tiempo”, concluye.
A pesar de la desesperación, Sangay  insiste en que respetará los principios pacifistas cuando asuma el reto  de ser el nuevo líder. “¡Mire lo que consiguió Gandhi con su movimiento  de la no violencia! Estoy convencido de que Tíbet, al final, también  puede triunfar. Si lo logra, esta será la historia más hermosa del siglo  XXI”, dice, levantando los brazos como en gesto de súplica.
Es un argumento precavido y conciliador.  Pero Sangay da la impresión de ser alguien que no muestra sus cartas  así como así. Es, sin duda, muy astuto. En una cultura que no mira bien  la autopromoción, a él le encanta contar que hizo campaña para el cargo  de Kalon Tripa a base de “no hacer campaña”, que se dedicó a recorrer  las comunidades de refugiados de toda India dando conferencias sobre la  historia de Tíbet y los derechos humanos para que su rostro fuera más  reconocible que el de sus rivales al llegar a las urnas.
Sangay reconoce que en su juventud fue  un “activista radical”, que sus primeros tiempos de estudiante se vieron  interrumpidos con frecuencia por breves estancias en la cárcel por  protestar a favor de la independencia de Tíbet ante la Embajada china en  Nueva Delhi. Asegura que con la edad se ha suavizado y cita la frase de  Churchill: “Si de joven no eres progresista, no tienes corazón, y si a  los 40 años no eres conservador, no tienes cabeza”. El único atisbo de  lo que piensa verdaderamente Sangay sobre el régimen chino actual  aparece en una anécdota de cuando pidió permiso para viajar a Lhasa hace  varios años; como la mayoría de los exiliados tibetanos menores de 50  años, nunca ha estado en Tíbet. Tras la muerte de su padre, quería ir a  la capital para encender, en memoria suya, una lámpara de manteca  tradicional en un templo budista. Se lo negaron. “Fue muy doloroso”,  dice. “Entonces comprendí con qué gente estaba tratando”.
Sangay reconoce, no obstante, que, si el  punto muerto en las negociaciones con los chinos se prolonga “y el  pueblo quiere que cambie de política, lo haré. Eso no quiere decir que  defienda la necesidad de cambiar de estrategia. Pero donde existe  represión, existe resistencia”, concluye, con otra cita muy utilizada,  en este caso del antiguo archienemigo de Tíbet, Mao Zedong.
Con esta posibilidad de que el sucesor  político del Dalái Lama adopte una postura más dura en el futuro, la  cuestión de quién le sucederá como líder espiritual adquiere más  importancia. Casi nadie duda de que Pekín intentará instalar a un  sucesor. Pese a la tradición que desde hace siglos dice que los dalái  lamas son tulkus, sumos sacerdotes, reencarnados, a los que se  identifica mediante un misterioso proceso de oraciones y adivinación, al  Gobierno chino, oficialmente ateo, no le pareció irónico anunciar en  2007 que era el único autorizado a nombrar al sucesor de Tenzin Gyatso.
Mientras tanto, se dice que el propio  Dalái Lama sopesa alternativas. Según su sobrino, Tenzin Takhla, que es  su portavoz, su tío convocará este septiembre en Dharamshala la última  de una serie de reuniones de lamas para discutir este asunto.
A 20 kilómetros de Dharamshala,  un posible sucesor del Dalái Lama vive casi en arresto domiciliario.  Desde que Ogyen Trinley Dorje huyera de Tíbet en 2000, con solo 14 años,  en un viaje a través de peligrosos pasos de montaña, las autoridades  indias le observan con recelo y tienen agentes de seguridad permanentes  ante sus aposentos privados del monasterio de Gyuto, en Sidhbara. Dorje  es el líder de la escuela Karma Kagyu de budismo tibetano y una de las  dos personas que reivindican el título de 17º Karmapa, una reencarnación  del Buda 200 años anterior a la del Dalái Lama. Mucha gente considera  que, después del Dalái Lama y el Panchen Lama, el Karmapa es el tercero  en la jerarquía espiritual de Tíbet.
El puesto de Karmapa adquirió más  importancia tras la desaparición en Tíbet de Gendun Choekyi Nyima, el  niño de cinco años identificado en 1995 por el Dalái Lama mediante la  adivinación tradicional, como 11º Panchen Lama. Tras la designación, las  autoridades chinas detuvieron al niño, que no ha vuelto a ser visto.  Según la comunidad internacional, Gendun es el preso político más joven  del mundo, pero los chinos dicen que el menor, hoy adulto, vive con su  familia. Otro niño de cinco años, hijo de dos miembros del Partido  Comunista, al que los chinos designaron para ser Panchen Lama, es  rechazado por los tibetanos.
Cuando Dorje huyó de Tíbet empezaron a  circular rumores de que en realidad Dorje era un espía chino. Su  posición se complicó aún más a principios de este año, cuando se  encontró un millón de dólares en divisas extranjeras -una gran parte en  yuanes chinos- en unos baúles dentro del monasterio de Gyuto. La prensa  india se llenó de titulares que le llamaban “topo” chino. El Dalái Lama  pidió explicaciones. Según los colaboradores del Karmapa, el dinero  procedía de donaciones de los fieles para ayudarle a construir un  monasterio nuevo. Aunque la explicación se aceptó, el Gobierno indio  sigue sospechando de Dorje y controla sus contactos con el público.
Con estos antecedentes, se podría  esperar a un Karmapa muy cauteloso. Pero en persona, al contrario,  parece aliviado de tener la oportunidad de hablar. Con 26 años, tiene un  aspecto serio y estudioso, con su túnica de monje y sus gafas sin  montura; y sus uñas inmaculadamente cuidadas. Sentado en una silla  tapizada en seda, en una habitación pequeña y aireada en lo alto del  monasterio de Gyuto, Dorje se apresura a responder a la acusación de que  es un espía chino: “Me duele en el alma. Soy tibetano hasta la médula, y  para cualquier tibetano no puede haber nada peor que le acusen de ser  un espía chino. Practico el Dharma budista y trato de no molestar a  nadie. Decir que he venido a hacer daño a India y poner en peligro su  seguridad me hiere”.
Cuando pregunto al Karmapa qué opina de  la posibilidad -sugerida por Tenzin Takhla- de que un día se convierta  en el próximo Dalái Lama, Dorje le quita importancia: “El único que  puede ser Dalái Lama es su reencarnación. El único”. No obstante, según  Takhla, se está pensando en cuatro posibles situaciones. Entre ellas, la  forma tradicional de localizar al próximo Dalái Lama identificando a la  reencarnación desde muy temprana edad, mediante antiguos métodos de  adivinación, cuando muere el anterior. Si el Dalái Lama muriera en un  futuro próximo, Takhla cree que el pueblo tibetano desearía que se  respetase esta tradición. El inconveniente es que el proceso de  selección y formación dura al menos dos décadas, durante las que se  produce un vacío de dirección espiritual. Si se siguiera la tradición,  algunos sugieren que el Karmapa o una figura semejante podría servir de  “regente” religioso provisional.
La segunda opción que señala Takhla es  un proceso similar al de elección del Papa. Un grupo de lamas destacados  de las cuatro grandes escuelas de budismo tibetano -uno de los cuales  sería el Karmapa- se reuniría para escoger un sucesor de entre ellos.  Otra alternativa, la tercera, sería que se nombrara Dalái Lama al más  veterano en educación espiritual y experiencia. La cuarta y última  posibilidad es que el propio Dalái Lama escoja a su sucesor antes de  morir.
En el pasado, el Dalái Lama  ha hablado de la posibilidad de que el puesto muriera con él, si el  pueblo tibetano piensa que no necesitan otro Dalái Lama. También ha  dicho que su sucesor podría ser una mujer, y añadió que, de ser así,  confiaba en que fuera una mujer bella. La mayoría de las tibetanas se  toman esta posibilidad en serio. “Sea un hombre o una mujer, lo más  importante es que el sucesor sea de gran calidad”, dice Rinchen Khando,  una exministra del Gobierno de Tíbet en el exilio, casada con el hermano  pequeño del Dalái Lama.
Sin embargo, después del decreto del  Gobierno chino por el que se atribuye la decisión sobre el sucesor del  Dalái Lama, es evidente que existe la posibilidad de un “duelo de dalái  lamas”. Dorje lo niega y afirma que está seguro de que el Dalái Lama  actual dejará muy claro lo que opina sobre su sucesión espiritual “para  que no haya manipulaciones”. Sangay también está convencido de que, si  las autoridades chinas nombran a su propio Dalái Lama, fracasarán “igual  que están fracasando con su Panchen Lama”, de quien dice que es “un  papagayo en una jaula de oro en Pekín”.
Para una cultura basada en los  principios budistas de tolerancia, compasión y no violencia, toda esta  incertidumbre sobre el rumbo futuro de su dirección política y religiosa  augura grandes nubes de tormenta sobre Tíbet. A pesar de los mensajes  de paz del Dalái Lama, en toda Dharamshala se ven ahora carteles con un  lema más enérgico. “No importa lo que ocurra. No importa lo que suceda a  vuestro alrededor. ¡Nunca os rindáis! ¡Nunca os rindáis!”
 Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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