Aquí no se puede colgar la colada a la intemperie. Volvería a estar sucia antes de secarse". La afirmación que hacen los vecinos de Linfen no puede ser más gráfica. Residen en la ciudad que, según todos los estudios, es la más contaminada del mundo. Esta urbe es un agujero gris en el que la visibilidad siempre es reducida y nunca luce el sol. Se alza rodeada de montañas llenas de agujeros en los que se esconde uno de los protagonistas de la tragedia ambiental de China: el carbón.
Este mineral cubre el 70% de las necesidades energéticas de un dragón más hambriento que nunca, que consume hoy casi cinco veces más recursos que en 1980 y continúa creciendo a un ritmo del 9%. Según la Agencia Internacional de la Energía, China es ya el principal emisor de CO2 del planeta, por delante de Estados Unidos, y con un volumen superior a los 6.000 millones de toneladas métricas por año. Eso sí, algo más de un tercio del gas contaminante es fruto de la producción de bienes destinados a la comercialización en el resto del mundo. Si continúa la tendencia actual, y a pesar de los titánicos esfuerzos por introducir las renovables, la combustión actual de piedra negra se duplicará en 15 años.
Las estadísticas se comprenden mejor desde lo alto de la troposfera. Es fácil descubrir cuándo se sobrevuela territorio chino. No hace falta echar mano del GPS; basta con pegar la nariz a la ventanilla y esperar a que la superficie terrestre desaparezca bajo un denso manto grisáceo. En la maniobra de descenso se van perfilando gigantescos núcleos urbanos, faraónicos complejos industriales y ríos de aguas marrones que desembocan en un mar sucio.
En la industria de los alrededores de Tianying -la segunda ciudad con más polución de China-, se produce en torno al 50% del plomo del gigante asiático, cuyo total roza ya los 1,2 millones de toneladas. La mayoría se procesa en instalaciones anticuadas, que consumen entre cuatro y diez veces más agua que sus homólogas occidentales, y son regentadas por empresarios sin escrúpulos. Las consecuencias son dramáticas: el plomo es absorbido por los cereales que se producen en la misma zona, en los que se han encontrado metales pesados que superan en 24 veces el máximo establecido por China. Desafortunadamente, el de Tianying no es un caso aislado. Los escándalos se suceden por el centro del país: en 2007, más de 2.000 niños presentaron exorbitantes índices de plomo en la sangre, causando problemas en su crecimiento físico y mental. Las autoridades cerraron varias fábricas y prometieron endurecer la legislación, pero el pasado mes de noviembre se anunció la evacuación de 15.000 residentes de la ciudad de Jiyuan por esta causa. En diciembre se volvieron a encontrar elevados niveles de plomo en la sangre de 44 niños de Qingyuan.
Sin duda, los casos de Linfen y Tianying, ubicadas en el centro del país, llaman la atención por el grado extremo de polución, pero, salvo las regiones de Tíbet y Xinjiang, todo el territorio de China es perjudicial para la salud. Y para el planeta. Según el último estudio realizado por científicos chinos, el 40% de los mamíferos y el 76% de la flora están en peligro de extinción. Y la Academia China de Ciencias Sociales asegura que ha desaparecido ya la mitad de los pantanos que existían en el país.
Según un informe del Banco Mundial, China cuenta con 16 de las 20 ciudades con más polución del globo. Incluso un estudio del Gobierno chino reconoce que en dos de cada cinco urbes la calidad del aire oscila entre "contaminada" y "peligrosa". Ciudades como Shanghai, que este año acogerá la Exposición Universal, se encuentran entre las más afectadas: un día en la flamante capital económica del Gran Dragón equivale a fumar un paquete de cigarrillos.
Basta un rápido recorrido por el país para ver sus problemas ambientales: en Hailaer, uno de los centros más importantes de producción energética, la nieve es negra; en Pekín, las tormentas de arena aumentan cada año en cantidad e intensidad debido a la desertificación de la provincia de Mongolia Interior, que también dificulta la subsistencia de los nómadas en la Mongolia independiente; en el delta del río Perla, al sur, el agua parece chocolate, y por el Mekong, que sigue su curso hacia el sureste, fluye cada día menos vida. El último río en sufrir consecuencias graves ha sido el Yangtsé, donde se descubrió una gran mancha de diésel el pasado día 3. Y a China no le conviene nada jugar con el agua, porque sólo cuenta con un 7% de la capacidad hídrica del planeta para abastecer al 22% de su población.
Cifras que ponen los pelos de punta dibujan una perspectiva global del problema. Sólo el 1% de los 600 millones de habitantes urbanos respira aire que la Unión Europea consideraría seguro, por debajo de 40 microgramos de partículas por cada metro cúbico de aire. En 2006, cuando Pekín aún no contaba tres millones de vehículos, la media estaba en 141 microgramos, según datos del Buró Nacional de Estadísticas. Actualmente, en la capital pelean por un hueco sobre el asfalto más de cuatro millones de automóviles.
Es, sin duda, el precio de haberse convertido en el principal mercado para el sector de la automoción, que vendió el año pasado más de 15 millones de vehículos. Y quizá sean pocos, porque, aunque ciudades como Pekín ya han establecido el estándar Euro IV, la mayor parte del transporte pesado cumple la norma Euro II a duras penas. Así, el efecto de la flota de camiones, combinado con el de los autobuses, todavía supone en torno al 90% del total de emisiones de óxido nítrico y el 95% de las partículas en suspensión en las ciudades. Según The New York Times, a finales de 2007, estos vehículos quemaban un combustible que contenía hasta 130 veces el sulfuro que se permite en el diésel de Estados Unidos.
La suma de todos estos elementos hace que la polución adquiera dimensiones bíblicas. El Ministerio de Sanidad reconoce que la contaminación atmosférica ha convertido al cáncer en la principal causa de muerte en China. Todo ello se traduce en un coste económico que, según las autoridades, roza el 10% del PIB: en torno a 300.000 millones de euros.
El Banco Mundial hizo público en 2007 un exhaustivo informe del que tuvo que eliminar una conclusión brutal a petición del Ejecutivo chino, que temía un estallido social. Aun así, el dato se filtró a la prensa: la contaminación provoca en China la muerte prematura de unas 750.000 personas al año. Las estadísticas oficiales tampoco auguran un escenario mucho mejor para los recién nacidos, ya que las tasas de quienes llegan al mundo con deformidades o enfermedades congénitas se ha disparado hasta el doble de las que se contabilizaban en 1997. En Pekín se ha pasado de 90 por cada 10.000 nacimientos a los 170 de 2008, una cifra que alcanza los 248 en la ciudad de Cantón.
"La polución está causando una escabechina sin precedentes", reconoce a este periodista el responsable de oncología de un hospital de Shanghai, que prefiere mantener el anonimato. "Los cánceres del sistema respiratorio se duplican cada siete años, y ese periodo va acortándose. Otros ligados a la suciedad en el ambiente también se han disparado".
Pero no todo son malas noticias. Entre los jóvenes ha nacido ya un espíritu ecologista que se traduce en un potencial mercado para los utilitarios de pequeña potencia y, más importante todavía, los vehículos eléctricos. China es ya líder mundial en el uso de bicicletas propulsadas por baterías (65 millones), y un informe oficial asegura que el 70% de la población está dispuesta a adquirir electrodomésticos más eficientes.
Los arquitectos también deberían tomar nota, porque la mayoría de los edificios carece de capas de aislamiento. Eso supone que requieren casi el doble de la energía que necesita un piso en España. Según el Banco Mundial, el 95% de los nuevos edificios no cumple con la normativa de eficiencia energética. Pedro Pablo Arroyo, un arquitecto español que trabaja en Shanghai, lo tiene claro: "Las ciudades chinas no son sostenibles, aunque se está trabajando duro en esa dirección. Las calidades todavía son bajas, y los edificios no se construyen para que duren. A los diez años ya son viejos".
La Larga Marcha verde
China ya no se esconde cuando toca hablar de cambio climático y medio ambiente. Ahora habla alto y claro, pero en chino. Se compromete a reducir entre un 40% y un 45% sus emisiones de CO2 por cada unidad de PIB en 2020. Pero, incluso si cumple su promesa, al ritmo de crecimiento económico actual, eso supondría un incremento del 90% de las emisiones del momento. Y para los expertos no hay duda de que eso es algo inaceptable.
Consciente de su responsabilidad, Pekín se aferra a un refrán: "A grandes males, grandes remedios". Aunque es el horizonte de 2050 el que marca el proyecto más ambicioso: que China obtenga el 30% de sus necesidades energéticas de las renovables. Para ello no han dudado en poner en marcha proyectos como la monstruosa presa de las Tres Gargantas, que, a pesar de las críticas que ha provocado, es el mayor proyecto hidroeléctrico del mundo, la energía limpia más abundante en la actualidad. En 2005, antes de que comenzara a funcionar el megaproyecto, China producía 117 millones de kilovatios con este sistema. El año que viene, la capacidad será de 190 millones, y el objetivo es que en 2020 alcance los 300 millones.
Y China apuesta sin fisuras por las energías eólica y nuclear. En el caso de la primera, hace un lustro sólo proporcionaba 1,2 millones de kilovatios a la red eléctrica. Este año la cifra se doblará, y en 2020 será de 30 millones. ¿Es suficiente? No. Pero si se suman los planes atómicos, el gigante asiático podría generar el 70% de sus necesidades energéticas a través de métodos sin emisiones. Hasta entonces, el país va a tener que recorrer una Larga Marcha muy diferente a la que impulsó Mao. Esta vez será verde, y de ella dependerá el futuro de todo el planeta.
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